Uno fue un inmigrante prototípico. Vino desde un pueblo que, dicen, ya no existe, Attaki, en esa zona fronteriza entre Rusia y Rumania, que veía flamear cada bandera según el humor de los generales de turno de los dos países.
Llegó a nuestras playas casi analfabeto y por voluntad propia y el consejo de los suyos se transformó en una figura emblemática de la cultura nacional, entre los veintes y los cincuentas del siglo pasado. Editó a los mejores, publicó piezas literarias que son una gloria eterna. Desde Arturo Cancela, Jorge Luis Borges, Luis Franco, Alberto Gerchunoff, Raúl González Tuñón, Leopoldo Lugones, Samuel Eichelbaum, Leopoldo Marechal y tantos otros, hasta Marcos Silber y Juan Gelman vieron su sello. Se llamó, se llama Manuel Gleizer, mi abuelo materno.
El otro se hizo desertor del ejército por amor. Doble motivo para quererlo sin haberlo visto nunca. Se quedó prendado de unos ojos gigantes y una cintura fenomenal, escondida tras las faldas acampanadas que imponía, e impone aún, la costumbre ancestral. Juan Manuel, así se llamaba, se llama, quien se convirtió en gitano por amor. Su deserción lo hizo desaparecer entre las brumas de la historia, en los cincuentas del siglo XX. Lo último que se sabe de él, es que dirigía los carromatos del pueblo nómade por excelencia, en el Brasil profundo. Lo buscó la policía argentina, pero el amor es más fuerte, dice la canción.
Mi nieto mayor se llama Manuel. Dicen sus padres que por ambos. Y algo de los Manueles tiene. Ama los libros, inventa historias, conoce algunos cuentos de Mempo, hay que leerle a Pescetti para que se duerma. Y tiene vocación de nómade, se va a las casas de abuelos y amigos, se instala como quien goza de los aires nuevos. Pata de perro, les decimos por acá a quienes usan la libertad de vivir, yendo y viniendo.
Los gitanos están en Europa hace más de quinientos años. Son entre seis y siete millones. En Francia les dicen les manouches.
Precisamente, en la supuesta capital de la cultura occidental y el origen de los derechos humanos modernos, han comenzado a expulsarlos. Son el chivo expiatorio de la crisis de un sistema que fabrica pobres y luego no sabe qué hacer con ellos.
Es una delicia caminar hoy por las calles de mi barrio. La brisa acaricia mi piel y los cuerpos de las muchachas en flor, cantan.
En Europa, sin embargo, comenzó el otoño. No sólo el meteorológico.
En mi barrio también "los cuerpos de las muchachas en flor, cantan".
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