Llegó de Odessa, consciente de que si se quedaba iba a ser convocado a las filas del ejército zarista como carne de cañón en la guerra ruso-japonesa de 1905.. Era analfabeto, ortodoxo en religión y un buen tipo. Se sumó al paisaje del sur de nuestro continente. Formó familia con Rebeca, su mujer, y Teresa y Moisés, sus dos primeros frutos americanos (años después se sumaría Hilda, la menor).
Vendía ropa, casa por casa, como la tradición marca en los inmigrantes judíos. Eso si, todos los días, al caer el sol, era cita obligada su presencia y sus plegarias en la sinagoga.
En noviembre de 1917 se enteró de que el nuevo gobierno de los soviets había decidido darle carácter de delito al antisemitismo, en una de sus primeras medidas políticas. Simón, que venía de sufrir pogromos y humillaciones varias, le pidió a su Dios que velara por la salud y el bienestar eternos de sus nuevos gobernantes, allá en la vieja Rusia, ahora comunista.
Sus amigos lo esperaron a la salida del templo para preguntarle, con el asombro pintado en sus rostros:
-¿Sabés lo que hiciste, Simón?
-Si, claro. Es la primera vez en la vida que en vez de perseguirnos, nos cuidan.
-¡Pero son comunistas!
-No sé lo que es eso.
En ese momento nació Simón, el idiota. Lo empezaron a llamar así, se burlaban en cada atardecer a la entrada y a la salida de sus obligaciones religiosas.
Simón, el idiota, se dijo que para comprender tenía que saber. Se puso a estudiar el idioma de la patria adoptiva. Completó sus estudios primarios. Terminó la enseñanza secundaria. Y entendió. Se hizo ateo militante y comunista inorgánico. Fue un humanista hecho por su propia voluntad y por su amor a los otros.
Simón, el idiota, estaría hoy clamando, mejor aún, reclamando contra el Estado que bombardea escuelas, hospitales e instituciones internacionales de ayuda humanitaria, en Gaza.
Simón, el idiota, fue mi abuelo.
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