Empiezo por decir que pretendo no ofender a creyentes ni a súbditos. Y si, por desgracia, lo hago, pido mis más humildes disculpas.
Se murió una vecina. Ayer. Mala mina, jodida, provocadora, cizañera. Se fue en medio de las pascuas de resurrección y algunos tememos que el Flaco produzca el contagio. Pero no, no creemos en milagros. Yo conozco uno solo. En realidad es una sola. Milagro Sala, terrena, solidaria, coya y peronista. Lo contrario de la vecina. Esta sí, buena mina, querible y querida.
La cuestión es que mi vecina se perderá dos espectáculos comerciales hiperglobalizados, creados por las dos instituciones más atávicas, corrompidas y vigentes de la historia humana. Una de ellas, la Iglesia Católica, va a beatificar a Karol Woytila, el polaco actor de teatro, partisano antinazi en la Segunda Guerra, partidario del Opus Dei, devenido Papa bajo el nombre de Juan Pablo II. La iniciativa la tomó su heredero en el trono, el pastor alemán Joseph Ratzinger, ex miembro de las juventudes hitlerianas, devenido Papa bajo el nombre de Benedicto XVI. Los fastos intentarán tapar la crisis institucional, la merma en las vocaciones sacerdotales y, sobre todo, la miseria moral que la atraviesa con los casos de pedofilia, urbi et orbi, cometidos por sus miembros. Aquí, en la Argentina, deberíamos sumar en su debe la complicidad activa de obispos y superiores en los casos aberrantes de delitos de lesa humanidad. Storni y Grassi en un caso, y von Wernich en el otro. Todos ellos siguen amparados por la jerarquía, aunque se haya comprobado que delinquieron aún contra sus hermanos en la fe.
La beatificación de Woytila ya es un inmenso negocio que moverá millones de dólares y euros, so pretexto de resucitar, a contrarreloj, las creencias de también millones de seres que aman las fiestas religiosas, creen en mitos y leyendas (mucho más si tienen más de dos mil años) y necesitan soñar que ese individuo que, ya cadáver, torció su pie derecho, hizo curar a una enferma terminal con su palabra celestial. Allá ellos y el poster a diez dólares la unidad.
La otra institución, la monarquía, inglesa en este caso pero da lo mismo, casará por televisión global al príncipe Nosecuanto con Kate Middleton. Y ya se sabe dónde pasará su última noche de soltera (¿virgen?) la niña afortunada. Otro negocio descomunal para una forma de gobierno cuya historia acumula incestos, crímenes, corrupción, piratería (devuelvan Malvinas, cabrones), colonialismos, complicidad milenaria con las distintas religiones que en el mundo han sido. También ella pasa por momentos de zozobra, aunque ya no le sobra nada. Pero también en la transmisión universal del casorio las amas de casa y cholulas y cholulos varios se van a relamer soñando con ser la princesa en la noche de bodas o el príncipe entrando a palacio. En fin, que cada foto, la visita de los contrayentes al cementerio en donde los gusanitos se morfaron a Lady Di, la lista de invitados, los autos de traslado, las joyas de la novia, los calzoncillos del novio y la puta que los parió, se vende al mejor postor, o sea, a las grandes cadenas informativas que, por unos días dejarán a Fukushima en paz, dejarán de contar los muertos por "error" producidos por los aviones de la OTAN y hasta olvidarán la cotización internacional del petróleo y el último clip de Lady Gaga, la reina pop. Porque la monarquía sirve para casi todo. La mujer más linda es reina. De la vendimia, de las bochas, de la primavera, del chancho con pelos, de lo que sea. Si hasta Luismi canta que él sigue siendo el rey (así de devaluado está el carguito).
El asunto es que, para unir ambos acontecimientos que, si se fijan bien, son simétricos, cabe decir, como acostumbran en España, que serán un negocio de la hostia.
Y mi vecina se los perderá, mala hasta para morirse.
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