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martes, 11 de septiembre de 2012

Un cuento

Había una vez un pueblo. Quiero decir, un territorio con una plaza, un edificio municipal, un templo religioso, una escuela primaria y un colegio secundario, una farmacia, un salón de usos múltiples (a cargo del Maese Guillermo Plus Essen), un club social, una canchita de tierra, un cafétín, una comisaría y su comisario, un almacén de ramos generales, una veterinaria y sus animales, un psiquiatra y sus pacientes, un médico y su consultorio, un contador y un cuentista, un poeta y varios verseros. O sea, ese pueblo tenía un pueblo. Quiero decir, mujeres y hombres, niños y ancianas, abuelas y nietos, trabajadores y parásitos, pájaros y pajarones, vacas, toros, caballos y terneros con su dueño agrícolo y ganadero, ternuras y durezas, gatos y gatas, perros y libélulas.
Pero lo que caracterizaba a ese pueblo es que tenía dos fuentes. La Fuente Nueva y la Fuente Vieja. Oficialmente el pueblo se llamaba Villa Las Luces y había sido imaginado, quiero decir fundado, por el sargento Emilio González Mediasuela, un desertor del ejército del general Tulio Pétreo, allá por los años 50 del siglo fenecido. Emilio hacía ostentación de ser el último eslabón de una familia de zapateros remendones. Era tal la importancia que ambas fuentes tenían en la vida cotidiana de la zona que todo el mundo lo conocía como Dos Fuentes, pese al reclamo inclaudicable de su creador y el beneplácito de los contertulios del bar que amaban la penumbra y abominaban de los excesos lumínicos. Incluidos los semánticos.
Los habitantes compartían casi todo. Menos las fuentes. En la Fuente Nueva se reunían los escolares, enarbolando sus primaveras, aún en invierno. Las chicas con sus bellezas al viento y sus cuerpos dispuestos. Los chicos, como es natural, aprendían de ellas a transitar los caminos del placer. Sí, el orgásmico también. Se metían en las aguas frescas para saciar la sed y mojar sus calores juveniles con la inocencia de los zorzales nuevos, la convicción de los pájaros carpinteros y la estética de los colibríes. Como en todo pueblo que se precie estaban los impacientes. Siempre querían mucho más, por eso no llegaban a tiempo a ninguna fiesta ni ayudaban a preservar las mejoras del lugar.
La Fuente Vieja recibía personajes raros. O no, según se mire. Todos los mediodías decían presente la Rubia Blonda, mística apocalíptica y adivina frustrada; Rosa Lepetit, mujer con la insólita costumbre de almorzar en público;  Federico Robledo, que hablaba sólo con el lado derecho de la boca; Luis Newtown, mozo extranjero que tenía la manía de robar las propinas de sus colegas cada dos años, exactamente el mismo día, 28 de diciembre; Hugo Track, dueño de la empresa de camiones y coleccionista de camperas de cuero; el showman George Badmilk, un mediocre imitador del periodista norteamericano Michael Moore; el Colorado, sobrino colombiano del empresario F. Drina; señoras benéficas con fotos de gente pobre; el comisario Leopoldo Pí y Cana y sus esposas; la Pato Toro Rico, ejemplar femenino de alcurnia deteriorada; José Hostia, el nonagenario sacerdote, conocido como el Padre Papá, Tío y Abuelo, según el grado de cercanía de quien lo mentaba. Las fiestas organizadas en días de guardar guardaban las formas exteriores, pero tenían, invariablemente, un final orgiástico. Entre ellos se reconocen como gente, socios, parientes o clientes.
Del cuidado de la Fuente Nueva se ocupaba la maestra, los trabajadores y los gatos noctámbulos. Entre ellos se reconocen como hermanos, camaradas, amigos, compañeros.
En la Vieja monta guardia un tipo que padece enanismo ético, una enfermedad propia de estas comarcas. Parapetado detrás de anteojos culo de botella, recibe instrucciones permanentes de su jefe, el capomafia del lugar, conocido como Héctor Imán Tado, aunque se supone que su verdadero nombre se perdió en una encrucijada de los tiempos. El guardián de la fuente decrépita está tan consustanciado con su función que ha adoptado para sí el nombre de ella, pero en italiano como un homenaje eterno a Don Corloene, pariente lejano. O próximo, según se mire.
Como corresponde, se lo odia profundamente, pero nadie intenta hacerle daño porque dicen que se irá descascarando al ritmo natural de todo organismo putrefacto. Igual que la Fuente que le mandan cuidar.

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