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jueves, 16 de junio de 2011

La escalera

Por alguna razón que sólo un psicólogo o psicóloga podría explicar, me acordé de un episodio que nos sucedió hace ya unos años. Íbamos bajando las escaleras de una estación de subte, en Buenos Aires, claro, con mi hijo, Luciano. Debe haber sido en tiempos de Feria del Libro. Fines de abril o principios de mayo.
Yo lentamente, ya se sabe. Y él, presuroso a la boletería para adelantar el trámite. Odio la burocracia, hasta la prolija e inevitable, aunque Max Weber me putee desde sus huesos.
En el descanso de la escalera, un despojo humano pedía. Limosna, sí, pero también alguna otra cosa, que sé yo, tal vez una mirada con sol, una sonrisa que le devolviera la luz de esa mañana porteña y le trajera algún vestigio de ternura. Raudamente pasó a mi lado un señor con portafolio o, más bien, con cara de portar un attaché. Rubio, con poco pelo, ondulado y cortito, camisa blanca abierta hasta el tercer botón, dejando ver más pelo en el pecho que en el pavimento incipiente del marote. Desarreglado, con los lípidos del salvavidas abdominal pidiendo aire, asfixiados por el cinturón. Una cadena, presuntamente de oro o al menos amarilla, como su pelambre, enmarcaba una papada construída en muchas jornadas de guefilte fish y blintzes familiares. Seguramente, hombre de fe, respetuoso de las tradiciones, con cuenta bancaria activa y sus sueños de casa en un country, desvelado por hacerse de diamantes sudafricanos y alguna mina caribeña.
Cuando vio la mano estirada de aquel despojo, gesto automático que se activaba al sentir los pasos en la escalera, nuestro héroe porteño, ese burgués pequeño pequeño, ese otro despojo, pero ético, le escupió, como al pasar: "¿Tenés cambio de cien"?. Creo, quiero creer, que el hombre no se dio cuenta. Si digo hombre queda claro, o debería, que no me refiero al tipo que, imaginemos, manda a sus chicos a colegio privado y veranea en Buzios. El tipo, entonces, con sus ojos yertos, bajó la mano y se resignó a esperar el sonido de los próximos pasos en la escalera.
No alcancé a putearlo, me dejó atónito y cuando reaccioné, ya se había perdido de mi vista.
Cuando, pocos años después, Macri accedió a gerente de Buenos Aires por voto popular, me imaginé al gordo infame festejando el sábado siguiente a la salida de la sinagoga.
El próximo 10 de julio volverá a votarlo, seguramente. Y el 23 de octubre verá diluirse su sueño de recuperar el terreno perdido y cuando pase por el descanso de la escalera del subte quizás ya no esté aquel despojo humano. Habrá muerto de revolución productiva, salariazo y megacanje. Yo prefiero imaginar que no esté porque sus manos comparten sueños en alguna construcción autogestionada.
Después de todo, las escaleras se han inventado para bajar, pero también para subir.

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